Digamos que nos vamos al psicólogo. Sí, vamos al psicólogo porque estamos muy muy estresados. Y nada más entrar por la puerta nos mira... y nos remira... y nos remira... Y nos cohibimos.
-Sentaos, por favor.
Y nos damos cuenta de que el maldito psicólogo solo mira el reloj. Y miramos nuestro Casio (por casualidades, todos tenemos uno) y vemos que ya han pasado diez minutos desde la hora prevista. Al parecer, el café que el doctor había pedido estaba demasiado caliente.
Descubrimos que el sillón es muy cómodo y que ya han pasado quince minutos. Seguimos callados. Nos miramos la punta de los pies (por casualidades, todos llevamos Converse). Y pasa el tiempo.
El doctor nos remira. Y ya han pasado veinte minutos de la hora programada cuando nos impulsa a hablar.
-Lo que nos aflige, doctor, es que nos ahogamos.
Nos mira, apunta algo en su libreta (sospechamos que nos caricaturiza colgados de una horca), y nos contesta.
-Estáis en un curso asfixiante.
Empezamos en voz alta a repetir el horario ya aprendido de nuestras clases, de los exámenes, de todos los trabajos. El psicólogo nos mira y apunta algo (sospechamos que nos caricaturiza ahogándonos en una bañera).
-Es la hora.
Nos corta el doctor.
Nos cobra. Ya hemos hablado, y ahora nos ha cobrado. Mano de santo. Mejor que una tila.
Gracias, doctor, acabamos de pagarte por suspender nuestro examen de mañana.